Barracas, bien al sur.
La niebla matutina empaña el cuadro que encierra las primeras imágenes del enorme edificio. La mole cementicia de la década del 30 está remozada pero el entorno la sitúa temporalmente a ochenta y tantos años de la actualidad junto con la otrora chocolatería Águila, que hoy nos muestra los descarnados huesos de su espalda y nos ignora, ensimismada desde hace una década en un rubro distinto, plagado de tornillos, lámparas de bajo consumo y un amplio surtido de materiales de construcción.
El curtido empedrado condensa la bruma reflejando los rostros largos de decenas de nuevos vecinos que emigraron desde San Telmo, como en la época de la fiebre amarilla pero en sentido contrario y sin desesperación. Como extrañando lo que ayer era la peste.
Promedia la mañana y lo que comenzó como niebla densa y pesada, se transformó en un día gris, encapotado y saturado de humedad.
En el interior todo resplandece entre decenas de abrasadores soles artificiales y el yermo suelo sintético, donde se acumulan como dunas en una obra cubista, escritorios y armarios enceguecedoramente blancos.
La atmósfera está cargada de olores que atacan en oleadas con mezclas de distintas fragancias que van desde la del cartón corrugado hasta el adhesivo de contacto, amalgamados todos por algunos perfumes femeninos que por la anormal exigencia física, son exhalados con más intensidad que otras veces.
Un par de seres enfundados en inconfundibles uniformes de delegados gremiales, andan y desandan caminos de fingida preocupación con diligentes llamados a vaya uno a saber quienes, operando teléfonos celulares de última generación y portando caras de circunstancia.
Muchos están angustiados porque no han podido reunirse con parte de sus pertenencias y deambulan en busca de noticias como si se tratasen de parientes extraviados en un éxodo de escasa epopeya.
La queja impera.
¿Dónde?, ¿Cuál? y ¿Por qué? Son las preguntas de moda y “no tengo la menor idea” la respuesta por excelencia.
Nadie notó la falta de las impresoras ni exteriorizó su frustración al no poder logearse luego de varios intentos. Pero muchos invocaron al demonio por no tener donde conectar la cafetera o porque el dispenser está a más de diez metros de distancia, suficiente trayecto como para arruinar el bouquet de la infusión autóctona por excelencia.
Las caras se ven distintas. La gran mayoría parecen personas nuevas. Algunas han perdido el aura de arrogancia, otras la distinción y otras también la compostura.
Varias hicieron cuestión de imponer de prepo su modus vivendi, exponiendo plantas, música o imanes que exhiben preferencias gastronómicas de dudoso gusto.
El atardecer me ataca por la espalda y descarga la resaca del día de manera descomunal. Creo que mi cabeza va a estallar por el constante murmullo y el olor a pegamento.
Un par de chicas muy monas sacan a relucir su fealdad interior prestándose la oreja mutuamente para descargar el amargo veneno acumulado por tan humillante traslado al confín arrabalero de la ciudad.
Las saludo al pasar y me involucran en sus lamentos. En un momento pensé, por la forma en que me hablaban, que parte de la culpa por sus padecimientos era mía.
La corté enseguida. Les dije que coincidía en que una mudanza siempre genera incomodidad pero que la más desagradable tarea y el peor lugar para trabajar en ella es actualizar currículums en casa, donde las jornadas son eternas, y que hoy por hoy, pese a la subjetividad que alimenta al buen gusto y acentúa el mal humor, estamos más cerca del paraíso que del infierno.
Engrosada la lista de enemigos con dos flamantes de sexo y pensamiento opuestos, sigo mi camino hacia los baños, impecables y relucientes.
Mi circunstancial vecino de mingitorio aprovechó el ámbito, por demás apropiado, para comentarme que todo esto le parecía una cagada. Ni siquiera respondí. Solo atiné a imaginar la instalación de un panel de corcho de buen tamaño en la única pared desprovista de espejos y mesadas de mármol, para ver quien se atrevía a colgar una foto de su propio baño y cuyas condiciones de higiene y estética fueran mejores a las de éste sanitario.
Uno de los tantos obsecuentes de turno enarboló la bandera de la uniformidad y respeto por el concepto arquitectónico imperantes, y con aire policial advertía a los infractores sobre la mala colocación de un monitor, una bandeja o una pila de papeles sin acomodar. Cuando ya finalizaba la jornada y su rostro, por denominarlo de alguna manera, se iluminaba con la sonrisa característica del ganador, irrumpe el ejército bárbaro del departamento de Asuntos Legales. Envalentonado por la exitosa performance de ortiva por convicción, arremete solo contra la horda trabando pectorales, trapecios y bíceps, hecho todo un Aquiles. El Anibal de los bogas le sale al cruce con un diplomático, pero no por ello menos elocuente: “¿Por qué no me agarrás la pija?”, y luego lo hizo hacer cagar por un batallón de elite integrado por veintiséis elefantes gigantescos alimentados exclusivamente con repollitos de Bruselas, coliflores de otoño y Activia, invocando un artículo y cuatro incisos del código penal.
Aquiles emprende la retirada nadando estilo mariposa sobre el borrascoso mar de bosta paquidérmica al que cayó cuando lo derribaron del caballo de un solo gomerazo, con una herida mortal propinada bastante más arriba y equidistante de sus dos talones, porque Anibal no tenía tiempo de pensar si era el izquierdo o el derecho, y mucho menos si era el tendón o el talón donde se situaba la debilidad de su oponente.
Asegurada la cabeza de playa, el ejército invasor construye una imponente empalizada con una veintena de armarios de distintos colores texturas y diseños en menos de diez minutos.
Habiendo sido espectador privilegiado de la reedición en 3D de la segunda guerra púnica, me voy a casa sin encontrar en el camino hacia la salida a nadie a quien saludar.
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