martes, 17 de abril de 2012

DE TERROR

La sorprendió en la cocina un repentino y abrumador silencio. Está saboreando su café, de pie junto a la mesada, cómo lo hace todas las mañanas.
Los sentidos aguzados por el alerta inconsciente que le provocó la alteración de la rutina, la hicieron girar lentamente sobre si misma tratando de detectar el mínimo cambio que se produjera en el entorno.
Está asustada. Su corazón late con fuerza. Teme ser sorprendida por la amenaza invisible que se esconde tras ese silencio.
Se tensa como la cuerda de un piano.
Trata de controlarse, deja la taza con cuidado sobre la mesada y comienza a desplazarse con andar felino por la cocina.
Algo cae al suelo detrás de ella. Ahoga a tiempo el grito de terror y se voltea envuelta en un manto de falso coraje para enfrentar lo que sea.
En el suelo yace una legumbre plástica multicolor cuyo débil imán no logró sujetarla a la puerta de la heladera cuando sin percibirlo, su revuelto cabello se enredó en ella.
Suspira aliviada.
Se pregunta a si misma si no se está comportando como una tonta. Pero ese pesado silencio no era casual Su espacio vital ha sido alterado.
Tres puertas dan a la cocina. La más lejana está cerrada y la separa de la seguridad del exterior. Las otras dos están siempre abiertas y desde su posición no puede ver los espacios que se esconden detrás del resplandor que se filtra por ellas.
Se asoma cautelosamente a la más cercana.
Contiene la respiración y lleva sus manos al pecho en un intento de retener a su acelerado corazón dentro de él.
Se inclina para evitar trasponer con sus pies descalzos la imaginaria frontera formada por el vano de la puerta y con ojos muy abiertos escudriña cada rincón del ambiente contiguo. Descubre que el mismo silencio ya había avanzado sobre ese espacio también.
Mientras recupera la postura erguida sujetándose con una mano del marco de la puerta, nota que el uniforme resplandor que ingresa a la cocina desde la otra puerta cambia repentinamente. Una sombra mínima y espuria vuelve a destrozar sus nervios.
Sin perderla de vista, encuentra a tientas el cajón de los cubiertos y toma de allí un cuchillo con extremo sigilo.
Se dirige hacia aquella puerta. Acelera el paso y estira su brazo a la altura del hombro a modo de lanza que finaliza en lo que ella suponía era un cuchillo pero resultó ser una pala triangular para servir tortas. No hay tiempo de retroceder para rearmarse. Traspone la barrera de luz y se planta en posición de estocada que desalienta cualquier ataque que pudiera hacerle la lánguida cortina, que se mueve espasmódicamente por el aire que de a ratos se cuela por las rendijas de la ventana.
Sonríe y resopla mientras se alisa el cabello. Se convence de que efectivamente se comportó como una tonta.
Desanda los pasos hasta la cocina y vuelve a guardar en el cajón la pala para tortas.
Se encoje de hombros y vuelve a beber su café.
Se pregunta qué pudo haber sucedido para que de repente quedara inmersa en tan incómodo y amenazador silencio. Algo debe estar pasando. Lo presiente.
En el mismo instante llega la punzante y filosa respuesta que lacera ferozmente sus tobillos y sus pies.
Antes de que la taza de café llegue al piso y se haga añicos todo cobra sentido. Pero es demasiado tarde.
Con la mecánica indiferencia del psicópata, se rompe por fin el silencio anormal y aterrador del remojo “BIO” y el ciclópeo lavarropas se mofa de su víctima agitando rítmicamente sus entrañas de un lado a otro en un lavado corto y espumoso para prendas de lana.


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