En un ataque de sórdida locura, y a pocos días de instalarnos en un nuevo departamento en la ciudad de Sao Paulo, allá por el ‘93, a mi bella y querida esposa se le ocurrió forrar los estantes de los placares. Para ser más exacto, se le ocurrió que yo forre los estantes de los placares.
A un par de semanas de dar a luz a nuestro segundo hijo le dije sin dudar por temor a que se trate de un extrañísimo antojo de último momento: “Si amor, claro…cómo no”
Casi instantáneamente me entrega una docena de rollos de papel decorado, como cierre de un plan estratégico fríamente calculado por días, que despejaron rápidamente mis infundados temores sobre cualquier antojo.
Luego de medir, remedir, cortar prolijamente y presentar cada trozo del colorido papel en sus respectivos estantes, noto la primera fisura en el maquiavélico plan de mi dulce y grávida esposa. No había chinches.
Se justificó explicándome que por más que buscó en varios negocios, no consiguió tan importante recurso de fijación.
Disimulé como pude el fastidio y allá fui puteando para mis adentros hacia el finisterre paulistano, más precisamente a un negocio del rubro que a diferencia del resto funcionaba también los domingos, situado en el predio de una estación de servicios Shell casi en las afueras de la ciudad. Ese negocio tenía un target de mercado un poco más ambicioso que una ferretería, pero estaba lejos todavía de parecerse a un Easy.
Recorrí durante aproximadamente 20 minutos cada una de las góndolas de donde pendían blisters con todo tipo de clavos, tornillos, tachuelas y remaches, pero ni un mínimo rastro de chinches.
Un par de atentos empleados del negocio, detectaron con cierta alarma que estaba a punto de abandonar el local sin comprar absolutamente nada. Cómo eso es algo impensado por esas latitudes, se interpusieron en mi camino hacia la salida con enormes sonrisas y diciendo al unísono “-¿Posso ajuda-lo?’”.
Inmediatamente me di cuenta que se avecinaba una situación en la que ya estuve envuelto alrededor de un año antes, cuando se me ocurrió conseguir un marcador de tinta indeleble. En esa oportunidad pude descubrir la enorme variedad de instrumentos de escritura que existen en Brasil, incluido uno que respondía al estruendoso nombre de “Pincel Atómico”, que a partir del cual y de unos diez minutos de reirme a carcajadas en la cara de quien me lo describió, hizo que diera por concluida la búsqueda del esquivo marcador.
Cuatro meses después, y de pura casualidad pude ver de oferta en una librería al dichoso marcador, bajo un prolijo cartel que lo señalaba cómo “Caneta retroprojetora” Si no fuese por ese cartel jamás hubiese podido adivinar como era que llamaban a ese tipo de marcadores por esas bandas.
Al salir de la nube de pensamientos, ambos asistentes seguían frente a mí al borde del calambre facial por tener que mantener la sonrisa por tanto tiempo.
Entonces comencé a describir que era lo que estaba buscando. Comencé explicando que se trataba de una especie de pequeño clavo. Sin que terminara la primera parte de la descripción, uno de ellos sale disparado y se interna entre las góndolas, regresando a los pocos segundos con las manos atiborradas de blisters de clavitos de diferentes largos y tipos de cabezas.
Le dije que no era lo que buscaba y continué ampliando la descripción indicando que dicho clavito poseía además una suerte de sombrerito. Otra vez fui interrumpido por la desaparición relámpago del servicial asistente, hasta su regreso con un puñado de blisters de al menos diez tipos distintos de ganchitos para colgar cosas y un par de cajitas de grampas para cables.
Antes de continuar le rogué que me permitiera concluir con la descripción sin salir corriendo como un desaforado y tirarse de cabeza en las góndolas.
Creo que esa tarde batí el record de cantidad de definiciones posibles para describir una vulgar chinche.
Dejé a ambos al borde de las lágrimas y haciendo puchero porque no lograron descifrar, luego de media hora de jugar a dígalo con sinónimos, que tipo de clavito sofisticadísimo quería este gringo, que no se encontrase entre los cientos de blisters que había en el local.
Les dije que no se hicieran problemas, que el que no sabía explicarse era yo y que les iba a comprar un rollito de cinta aisladora, cosa que los hizo sonreír nuevamente.
Cuando estaba en la caja a punto de pagar mi modesta compra, veo en una pequeña estantería que estaba detrás de la cajera, una pila de cajitas de chinches, y en un acto reflejo las señalé con ademán de triunfo.
La cajera se llevó el susto de su vida y los dos asistentes que perdieron media hora de sus jornadas tratando de encontrar al padre de todos los clavos, acudieron en su ayuda. Siguieron atentamente la línea imaginaria que unía mi dedo índice con las cajitas de chinches, ya sin sonrisas y sin disimular su fastidio me dijeron a dúo con marcado dejo de insulto: “- Esses daí chamam-se PERCEVEJOS-“.
Le devolví a uno de ellos el rollito de cinta aisladora sin disimular mi felicidad y me llevé tres cajitas de percevejos.
Al llegar a casa, en lugar de una felicitación, mi querida esposa me regaña por haber tardado dos horas para comprar unas chinches.
Iba a contarle, pero preferí decirle que el negocio estaba cerrado y que me costó encontrar otro lugar abierto.
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