Promediaba el año 79, y como muchos otros, Nicanor hacía la fila para renovar su plazo fijo en la sucursal del Banco de Intercambio Regional de Avellaneda.
Atrás habían quedado los 23 años como operario calificado en SIAM a raíz del vertiginoso deterioro de la tradicional empresa y las artificiales bondades del plan económico de la época. Fue por eso que Nicanor decidió jubilarse anticipadamente, gastando el tiempo dedicado a la búsqueda del mejor rendimiento financiero de sus ahorros, engrosados por lo percibido gracias al acuerdo del retiro voluntario.
Conversaba animadamente con la señora que lo precedía en la fila, sobre variados temas, alternando entre las últimas monerías de sus respectivos nietos y las bondades del medicamento para la presión recién recetado; cuando irrumpen tres individuos a punta de pistola anunciando a viva voz que se trataba de un asalto.
Cosa rarísima luego de tres años de iniciado el Proceso de Reorganización Nacional, pero estaba sucediendo.
-Venga, póngase acá, atrás mío- Le susurró con firmeza Gauna a la señora con quien hasta hace un instante conversaba, que estaba paralizada y blanca como un papel.
Uno de los cacos percibe el movimiento y apuntando su arma a la cara de Nicanor lo increpa:- ¡Vos viejito! No te hagás el canchero y tirate al piso o te quemo.
Amaga a agacharse para tenderse en el piso como le exigieron pero con fugaz ademán de samurai a la criolla, le sacude la cara de un alpargatazo ascendente y cruzado, cargado de un venenosísimo y calculado top spin, aturdiendo al sorprendido malhechor y logrando arrebatarle el arma sin esfuerzo. Seguidamente lo noquea con un drive paralelo que le acertó de pleno en el oído y gracias a su talla 43, le desencajó también la mandíbula que sonó como un chasquido hecho con los dedos.
Era evidente que como arma silenciosa, la alpargata curtida de Nicanor en conjunto con su rara destreza, solo perdía en eficacia para un arco de material compuesto alta tecnología. Y la fracción de segundo que demoró en reaccionar el segundo integrante de la banda que estaba a menos de tres metros, le permitió al implacable Nicanor acertarle en la traquea con el canto de su alpargata izquierda, lanzada como bumerang a la velocidad de un rayo y dejándolo instantáneamente fuera de combate.
Balanceaba ya en su diestra la alpargata restante a punto de ser lanzada al tercer integrante. Éste suelta el arma y levanta los brazos en señal de rendición. Pero era demasiado tarde, la alpargata ya estaba en vuelo y le arrancó limpiamente tres incisivos además de destrozarle el tabique nasal.
Nicanor recupera su calzado calmadamente, y alternando la dirección del 4 que formaban sus piernas, las vuelve a calzar en los pies.
Casi de inmediato, irrumpe la policía con la flemática puntualidad para llegar una vez que todo pasó.
Los presentes recompensan a Gauna con un cerrado aplauso y palmadas de afecto en la espalda, que cesan repentinamente cuando uno de esos patriotas anónimos comienza a entonar con voz y pose solemne, las estrofas el Himno Nacional.
El único reconocimiento por parte de la fuerza de seguridad, se lo dio el sargento de la bonaerense con un escueto: -Que sea la última vez que haga una pavada como ésta. ¿Me entendió ciudadano? ¿Qué quería lograr? ¿Qué lo cagaran a tiros?
Nicanor ni siquiera lo miró. Le preguntó al cajero si podía regresar mañana en vistas de lo que había sucedido y luego del “Si Don Gauna, vaya tranquilo”, se fue a su casa.
Luego del suceso, en el barrio ganó estatus de súper héroe. De la noche a la mañana dejó de ser Don Gauna, como se lo conocía desde siempre, y pasó a ser El Hombre Alpargata.
Cosme, el de la ferretería a la cual era inútil recurrir porque pese a estar atiborrada de mercadería, nunca tenía lo que uno justo necesitaba comprar, incorporó a su lista de productos alpargatas, que promocionaba con un cartel improvisado que decía “Las elegidas por Don Gauna” y el negocio prosperó como nunca.
Pero menos de un año después ya nada se sabía de Don Gauna ni de su alter ego. La gente recordaba sus hazañas solo de vez en cuando.
Algunos dijeron que estaba muy enfermo. Otros que se fue a vivir al interior.
Pudieron haber sido ambas cosas.
Seguramente de nada sirvieron las destrezas en el manejo de las alpargatas como arma táctica cuando se esfumaron los ahorros de toda su vida, aquel mes de marzo de 1980 en el que la gente se amontonó en las puertas del BIR reclamando en vano por los depósitos que jamás volverían a recuperar.
(Nota): Cosme vendió su ferretería con un abultado stock de alpargatas. Pero tuvo mejor suerte que Nicanor, se la pagaron en dólares, y pese al mal augurio del ministro de economía de turno, escasos meses después se había transformado en un nuevo rico que se paseaba en una Pagoda color rojo bombero.
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