Una amiga de mi esposa nos invitó a un encuentro cultural de vanguardia. Por lo general para ese tipo de eventos no me enganchan, pero ésta vez no pude zafar. Mi señora prometió ir y con un demoledor “¿Qué te cuesta?, allá fui, puteando por lo bajo.
Llegamos a una de las pocas casonas que quedan en Almagro que mostraba signos de haber sido reciclada con mucho entusiasmo, poco presupuesto y dudoso gusto. Pero habían logrado espacios amplios, iluminación tenue y volumen de aire suficiente como para no perecer por la inhalación del humo producido por decenas de sahumerios. Los sahumerios me irritan. Los almohadones en el piso también y había demasiados desparramados despreocupadamente por el piso de parqué.
Me acomodé como pude.
Mal.
Me enferma sentarme en el piso, a pesar de ser algo tan próximo para mí.
Trataba de convencerme de que, estando mi mujer tan divertida, no podía ser tan malo. Pero por más que me esforzaba, no lo conseguía.
Una de las chicas vestidas con largas túnicas blancas encargadas de atender a la concurrencia me da un chop que tenía el tamaño de un balde. Cuando le dije que yo no había pedido nada, me explica que en ese lugar se servía la comida y la bebida de acuerdo a la apariencia y la actitud del huésped. Tuve suerte. Aquel que haya evaluado mi apariencia y actitud esa noche se equivocó de medio a medio. Pude haber ligado veneno tranquilamente.
Sin que medie preámbulo alguno, se apagan las luces y un reflector ilumina a un hombre de pie frente a una mesa, dando comienzo al espectáculo. Desde mi posición no podía ver que era lo que había sobre la mesa, que el hombre ahora con gesto dubitativo la escudriñaba amagando a tomar algo que en el mismo instante se arrepentía de hacerlo.
Se enciende otro spot develando la presencia de una mujer sentada con una guitarra entre sus manos que comienza a tocar. Suena como Paco de Lucía. Y si no fuera por la generosidad con que la naturaleza la dotó de pechos algún distraído hubiese asegurado que la mujer era realmente Paco de Lucía.
El hombre frente a la mesa sobre actúa una expresión de iluminación inducida por los acordes flamencos del Paco de Lucía con tetas, se decide por fin a tomar algo de lo que hay sobre la mesa que resulta ser una cebolla de buen tamaño, y comienza a cortarla haciendo que el cuchillo golpee sobre una tabla o la propia mesa al final de cada corte, a modo de base rítmica.
El tema duró cerca de diez minutos. Cuando terminó, el chef de la percusión había picado cerca de cuatro kilos de cebollas. Lloraba como una Magdalena y algunos de sus dedos de la mano izquierda mostraban señales de cortes.
Ya me había liquidado la mitad del contenido del recipiente de cerveza y entre la incomodidad de estar sentado en el piso, los sahumerios, el perfume a cebollas y la cara de fascinación de mi mujer, estaba que me llevaban los demonios.
Reaparecen las chicas de las túnicas blancas y pensé: "Chau. Ahora si prestaron atención en mi cara de culo y me sirven albóndigas con vidrio molido". Pero no, otra vez se equivocaron y me sirvieron un pequeño cuenco con vegetales salteados donde abundaba la cebolla. A mi esposa no le gustó lo que le sirvieron y me dio la oportunidad de comentarle que se olvide de que me quede hasta el postre. Ni bien se me acabe la cervecita me rajo.
Se apagan las luces nuevamente y los reflectores delatan que quien está ahora de pie frente a la mesa es el Paco de Lucía de la doble pechuga y sentado prestes a tocar una flauta traversa el percusionista picador de cebollas, luciendo en su mano izquierda sendas curitas en un par de dedos.
Suena una linda versión de Garota de Ipanema, mientras Paco comienza a hacer malabares con un bollo de masa que golpea contra la mesa rítmicamente con cara de haber entrado en trance. Si se hubiese cosido al corpiño un shaker del lado derecho y unas sonajas del lado izquierdo sonaría como una batería de escola de samba de 250 integrantes. Hacia el final de la interpretación y potenciado por efecto de la intensa luz de los spots, la nube de harina que flotaba en el ambiente no permitía ver a los intérpretes.
Terminan el tema, la concurrencia aplaude, arremolinando la nube de harina. Se encienden las luces y como nada más sucede por algunos minutos, la gente comienza a conversar animadamente.
- Reconocelo, por favor- le digo con tono suplicante a mi amada- esto es un desquicio. ¿Viste cómo nos quedó la pilcha?
- Bueno. Aguantá un poquito más- me responde- no seas pesado.
¡Joya! Ya no estaba tan contenta y hacía un esfuerzo enorme para disimular su fastidio por tener la ropa sucia de harina.
Vuelven las chicas de la túnica. Una se sienta frente a nosotros y comienza a hacernos preguntas comprometedoras, del tipo: ¿Que les parece, chicos? ¿Están cómodos? Antes de que siguiera con la tercera pregunta le pedí por lo que mas quisiera que me ahorre el tormento de la encuesta. Algo contrariada y con sonrisa forzada nos deja en busca de otras víctimas.
-¿Había necesidad de ser tan animal? Me regaña entre dientes mi esposa.
Mi única respuesta fue ponerme de pie y sacudirme la ropa que estaba cubierta con más harina de lo que pensé mientras le decía que la esperaba en el auto.
Muchos de los presentes me observaban asombrados. Seguro que debía ser un sacrilegio abandonar así este tipo de eventos. Cuando estaba por alcanzar la puerta, se interpone otra de las tantas chicas de túnica que de manera algo amenazante y ceño fruncido me increpa con un punzante: ¿Por qué te vas?
Justo en el momento en que le dije a la desubicada que me franqueaba la salida, que si no se corría la iba a cagar a patadas en la cabeza, aparece mi señora con su amiga que me miraba boquiabierta ante mi expresión de tipo completamente sacado. Mi esposa en un último intento por apaciguar una situación que ya se había salido de control me dice: -Mirá, te traje un platito de ñoquis que están re ricos-.
No hizo falta responder. Mi cara y la situación la superaron a ella también. Le da el platito de ñoquis a su amiga, me toma del brazo y me dice: - Tenés razón, ésto es una locura, vayámonos de acá ya mismo.
Subimos al auto y emprendimos el regreso a casa sin hablar y sin mirarnos.
Casi llegando a casa, ella rompe el silencio:
-¿Pasamos por un Mac Donalds?
- Prefiero Burguer King.
- Bueno, dale, por un Burguer.
Nos miramos y simultáneamente empezamos a reírnos a carcajadas.
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