Viernes 18 de marzo. Habíamos acordado que nos encontrábamos a las nueve en el taller mecánico donde la tenía a la venta.
Pero Trujui es implacable con los forasteros.
Tomar el ramal equivocado del 203, sumado a que la altura de la calle Capdevila que me pasaron solo existe en la imaginación del que extrapoló la numeración a la huella que se adentra en un descampado, sin agua y sin brújula, fue una verdadera epopeya.
Llegué como una hora más tarde, acompañado de cuatro perros que se fueron haciendo amigos en el camino. Pero en esa despiadada pausa del espacio-tiempo, un segundo, un centímetro, una hora o un kilómetro era casi lo mismo.
El pequeño galpón, única construcción que sobresale del yermo descampado, ocultaba pudorosamente su interior con una colección de puertas de chapa de distintos modelos y colores que daban forma a un singular portón.
Sabía que era allí. La chata estaba estacionada en el terreno lindero demarcado por algunos postes y algo de alambre.
A modo de premio a la originalidad y evitando golpear el ecléctico collage de puertas, puse en evidencia mi presencia con un cerrado y conciso aplauso.
El improvisado portón se agitó con estruendo de trueno y se abrió por la puerta menos pensada.
- Hola, vengo por la Dodge.- Me presenté mientras le chistaba a los canes para que pararan de ladrar, orden que obedecieron instantáneamente, como si hubiese sido su amo desde siempre.
- Espéreme un segundito que entro a buscar los papeles – Responde solemne el sonriente vendedor que reaparece poco después con algunas fotocopias sujetas por un enorme clip plástico color fucsia bajo su axila izquierda y una anilla con dos llaves en la mano derecha. Una tenía la forma preconcebida e inconfundible de la llave de arranque de un vehículo automotor y la otra era una tipo Trabex, con la que abrió la puerta del conductor.
¡Suba! – Me invita entusiasmado – Demos una vuelta así la probamos.
Solo después de alcanzar la traza asfaltada, pude escuchar el final de una larga perorata sobre la lastimosa carencia de documentos. El resto quedó sepultado para siempre debajo de la sinfonía de ruidos de la rampante camioneta sobre el accidentado camino de tierra.
Pagué lo convenido, recibí un par de indicaciones para lidiar con ciertas mañas, necesarias para levantar el capó, por ejemplo, o poner primera sin que cante la caja.
Lo acerqué hasta la esquina de su casa y emprendí feliz el camino de regreso a la mía seguro de haber concretado un excelente trato.
Pocas cuadras antes de llegar al Camino del Buen Ayre, un Gol azul de inicios de los 90 irrumpe prepotente por la izquierda en una bocacalle que yo estaba a punto de cruzar. El recorrido del pedal de frenos de la Dodge 200 es largo. Cuando logre que se detuviera ya había pasado por encima de la trompa del Gol y alcanzado casi la bocacalle siguiente. Se sintió como si fuese un lomo de burro alto y mal hecho. Intenté mirar por el retrovisor y me di cuenta que no tenía. No hubo gritos ni insultos.
Olvidé la maña recién aprendida de la primera y la caja cantó como la mejor. Pero una vez que el cambio entró, seguí y entré triunfante al Camino del Buen Ayre.
Se siente bien. La vista desde el asiento de la Dodge con su capó – terraza es fenomenal.
¡Como camina la chata! El velocímetro está clavado en 100. En realidad el velocímetro está literalmente clavado y quiso el azar que fuese en ese número. Ruge como si fuera a 240Km/h, pero a juzgar por el incesante sobrepaso del resto de los vehículos, estimo que no debe dar más que 70.
El empalme con el Acceso Oeste fue algo complicado.
El del Renault 19 especuló pensando que si metía la trompa yo iba a frenar y podía pasar holgadamente.
En parte acertó.
Yo frené. Pero el no pudo pasar holgadamente. Casi lo logra, pero por muy poquito no pasó. El guardabarros y la mitad de su paragolpes trasero quedaron desparramados en el rulo que desemboca en el acceso.
Puso las balizas y me hizo señas con el brazo indicándome que iba a parar en la banquina. Gesticulé un OK con el pulgar hacia arriba. Se detuvo 50 metros más adelante, del lado derecho. Yo lo pasé por el lado izquierdo cómo venía, sin mayores inconvenientes. Estaba ansioso por llegar a casa y mostrarle a mi señora esta belleza que hace que uno verdaderamente disfrute manejar en Buenos Aires.
Hasta los puestos de peaje se ven distintos.
Por primera vez estoy a la misma altura que el operador dentro de la cabina del peaje, que mientras me entrega el ticket me dice:
- No se olvide de circular con las luces bajas encendidas.
- ¡Gracias por avisar! – Respondí jubiloso – Pero no se como se prenden las luces. Es más, ni siquiera se si funcionan.
Luego de 15 minutos de devorar kilómetros ininterrumpidamente paro en el semáforo de Eva Perón y Emilio Mitre.
Un beduino en moto, usando el casco a modo de canasta colgada del antebrazo, se detiene a mi lado y golpeando con el puño la herrumbrosa puerta de mi flamante Dodge 200, me grita:
- ¿Que te pasa pelotudo? ¡Casi me hacés mierda recién! ¡Me apretaste contra un bondi pedazo de boludo! ¿No mirás los espejos?-
- No tengo espejos – Respondí relajado y feliz.
Creo que eso lo decepcionó porque volvió a insistir con los puñetazos.
Abrí la pesada puerta con firmeza pero sin violencia, golpeando al agresivo nómada motorizado, que no resiste el implacable embate y se desparrama junto a su voluminosa moto sobre el pavimento de la Av. Eva Perón.
Luz verde para girar a la izquierda. Ya la tengo re clara con la primera.
Siento otra vez que pasé por un lomo de burro. Cortito en esta oportunidad pero con dejo a horquilla de moto chopera.
Algunas cuadras más de sereno andar hasta llegar a Juan Bautista Alberdi, que no se puede cruzar porque la cuadra siguiente está atiborrada de vehículos.
Todos tocando bocina de manera histérica y yo escrutando el volante y el tablero para adivinar donde estaba la mía. No la encontré. Pero del centro del volante asomaba un cable amarillo con el extremo desprovisto de su cubierta aislante. Alcanzó con que lo tocara para que la bocina comenzara a sonar como la de un camión de bomberos. Preciosa. Solté el cable pero la bocina no dejaba de sonar. Algunos transeúntes me miraban con curiosidad. Otros con fastidio. Algunos me puteaban.
Se destraba un poco el embotellamiento. La bocina no.
Varios autos estacionados en doble fila próximos a la puerta del Colegio Marianista eran los responsables de que el tránsito no fluyera por Emilio Mitre antes de su desembocadura en Av. Rivadavia. Yo solo necesitaba cruzar Rivadavia para llegar a casa.
El lugar que quedaba para pasar era estrecho, la calle está destruida y la bocina de la Dodge estaba llevando a la locura a todos.
Con lo justo pude pasar al 147, al Suram que le seguía, y a un Symbol, pero la Hilux negra que encabezaba la fila de autos mal estacionados ocupaba algunos centímetros más de calle que los anteriores. La escena fue muy similar, salvando las distancias, a la del Titanic cuando rozó el icebeg que selló su suerte en la película de James Cameron. Pero al revés, en éste caso yo timoneaba un iceberg ululante. El tránsito se detiene otra vez pero la porfiada bocina sigue.
Un muchacho elegantemente vestido se acerca y debe gritar para que pueda escucharlo. Era el dueño de la Hilux.
Bien el pibe, tranquilo me pidió los datos para el seguro. Arrimé la chata al cordón, apagué el motor y bajé. La bocina a full.
Le alcancé las fotocopias que obraban como papeles rubricados por el clip fucsia y le pedí ayuda para levantar el capó y así ver si podía desconectar la bocina.
Lo logramos con relativa facilidad pero no sin sorpresa. Algunas llamas brotaban desde las profundidades de la sala de máquinas que encontré debajo del capó.
El ruido de la bocina comienza a disminuir y entrecortarse. Las llamas no paran de crecer.
Las madres muy asustadas, cobijan a los niños que salen del colegio apurando el paso.
Repentinamente a la Dodge la envuelve el silencio. Y el fuego.
Nada se puede hacer. Cualquier esfuerzo es inutil.
Caigo de rodillas frente a ella. Parezco Jimmy Hendrix viendo como se quemaba su Stratocaster en el Monterrey pop festival.
Mi señora aparece de la nada y apoyando tiernamente su mano en mi hombro me pregunta mirándome a los ojos: -¿Qué te pasa? ¿Te volviste loco? Te dije que tanta picada te iba a caer pesada a la noche. Dejá de mover los deditos arrodillado en la cama que me asustás y volvé a dormir. ¿Si? ¿No dijiste que te tenías que levantar temprano mañana porque no se a donde tenías que ir y no podías llevar el auto? Desenrollá el bollo que hiciste con las sábanas entonces y acostate, dale, que con el susto que me diste no voy a poder pegar un ojo ahora.
Antes de volver a dormir, repetí varas veces “Ramal 2” para no equivocarme mañana, prometiéndome también llevar el matafuego.
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