viernes, 20 de mayo de 2011

Kellington de Luxe

Antonio podría pasar desapercibido en cualquier parte por su irremediable apariencia de tipo común, pero cuatro décadas atrás su voluminoso e inseparable maletín era el distintivo de una personalidad de renombre en el barrio por su condición de técnico en radio y televisión.
En aquel entonces, dentro de las fronteras de nuestro diminuto reino, coexistían tres druidas que gozaban del privilegio de incursionar en ésta prestigiosa disciplina.
El más renombrado era Don Oscar, el decano de los técnicos, un virtuoso que ni por equivocación haría una reparación fuera de su domicilio y la eminencia a la cual se recurría cuando todos los demás ya habían fallado. Pero pese a semejante derroche de erudición, solo se solicitaban sus servicios como último recurso. El costo de sus servicios excedían ampliamente los estándares económicos del barrio y cargar televisores en esa época era una tarea titánica que requería de fuerza bruta y extrema delicadeza en iguales proporciones.
Villar en cambio, era infame. Un chanta de rancio abolengo que vestía a rigor musculosa y ojotas fuese cual fuese el clima o la estación. Hasta se dudaba de su "Título" ya que no conocíamos a nadie del barrio que alguna vez le haya confiado algo para reparar. Solo se acercaban hasta él con algún artefacto moribundo gente de otros orígenes, como aquellos que vivían del otro lado de la avenida, hecho éste que comprometía aún más su endeble reputación. Su centro de operaciones era la vereda. Siempre estaba sentado en la puerta salvo que las inclemencias del tiempo se lo impidieran, costumbre esta que polarizaba las opiniones de los vecinos. Unos pensaban que permanecer sentado todo el día en la puerta de su casa le restaba seriedad al ejercicio de su actividad y espantaba a la gente. Otros en cambio pensaban que lo hacía a propósito para no trabajar.
Antonio se ubicaba justo en el centro de la escala de distinciones. Poseía gran parte de los conocimientos de Don Oscar y cobraba un poco más de lo que la imagen de Villar permitía suponer.
Una tarde de invierno de 1970 aquello que, creíamos, solo le pasaba a los otros, oscureció los rostros en el ámbito familiar. Luego de seis años de perfecto funcionamiento, la imagen de nuestro televisor se transformó en una delgada línea blanca horizontal en el centro de la pantalla.
Mientras mi viejo, muy concentrado, manipulaba los escasos y mezquinos controles tratando de paliar la crisis, mi madre trataba de aportar optimismo destacando todos y cada uno de los signos vitales que aún estaban presentes en tan noble aparato.
-Voz tiene. - Decía la vieja en un susurro cargado de esperanza.
-Es como si se hubiese achicado la imagen ¿Ves como se mueve? - Le indicaba el viejo con voz firme mientras escudriñaba la pantalla de cerca, aprovechando para ocultar su cara de preocupación.
-¿Será el estabilizador? - Consultaba ella.
-Ya lo probé directo. - Aaseguraba él con tono erudito.- No es el estabilizador.
-¿No será que se soltó la antena con el viento de anoche?- Preguntaba esperanzada.
-Si fuese la antena no tendría voz. - Debatiéndose entre la inseguridad y el temor, respondía él.
Fue mi madre quien, por fin, tuvo el coraje de proponer lo que todos ya hacía una hora estábamos pensando. Con la solemnidad que le confería ella a cualquier cosa que decía cuando iniciaba la frase con el nombre de mi viejo, disparó a quemarropa:
-Luis, no lo toques más. Andá a llamar a Antonio.
Esa misma tarde Antonio entró a casa con las ínfulas de una estrella de Hollywood. Saludó a mi madre con superficial distinción y se dirigió hacia el televisor sin pedir permiso ni decir cualquier otra palabra.
Mi viejo expuso un pormenorizado informe de situación, enriquecido con fecha de compra, condiciones de uso tales como: "Nosotros lo desenchufamos todas las noches y desconectamos la antena" y "Cuando hay poca luz directamente no lo prendemos", mientras Antonio encendía al malherido televisor enfrascado en un mutismo aterrador.
Cuando por fin habló, lo hizo en leguaje hermético, dejándonos a todos en estado catatónico:
-Necesito abrirlo para ver si es patrón Stromberg Carlson o Wells Garden-.
Mis padres asintieron como si estuvieran por hacerle una exploración quirúrgica a un ser querido.
Yo no podía contener la euforia ante la oportunidad de ver el interior de esa inmensa caja de madera lustrada y observar cada detalle de las luminosas entrañas de nuestro Kellington de Luxe.
Nadie tenía un Kellington de Luxe.
En realidad nadie tenía un televisor de la misma marca que el del otro ni del mismo aspecto en el barrio. El de mi amigo Rubén era de chapa pintada imitación madera marca Victory. El de tío Carlos un híbrido de plástico y madera, más moderno que el nuestro, pero cuya marca cayó en desgracia dentro de la familia pese a ostentar el impactante nombre de Electro Visión y el símbolo de una antena irradiante entre ambas palabras, porque tuvieron que llamar al técnico al año de haberlo comprado.
Antonio no solamente le quitó la tapa trasera llena de inscripciones en ingles y una saliente de plástico con forma de cono truncado, sino que además lo volteó sobre uno de sus laterales en una maniobra temeraria. Era un sacrilegio poner a tan noble y delicado aparato en esa posición antinatural. En casa el televisor era tratado como un monolito, no era para mover, solo era para ver.
No obstante yo estaba maravillado. ¿Cómo un mortal, semejante a cualquier otro, poseía el conocimiento para determinar exactamente qué era lo que fallaba, entre decenas de impronunciables componentes, candentes válvulas y solemnes transformadores?
A los pocos minutos Antonio sentenció sin mediar preámbulo: -Está quemado el capacitor de la amplificadora de video-.
Mi viejo se puso pálido y se quedó mirándolo sin poder articular palabra.
Mi madre se tapó instintivamente la boca como ahogando un grito de dolor.
Antonio, sonriendo como lo hacía Sean Connery interpretando a James Bond pero obviando la merma de glamour resultante de la ensayada imitación y un premolar faltante, disparó: -Se lo cambio y queda como nuevo-.
Mi padre empalideció un poco más. Mi madre asintió como si estuviera dispuesta a donar un órgano si fuese necesario.
"¡A la marosca! – Pensé - ¡¿Amplificadora de video, dijo?! Ese tal capacitor debe ser una pieza magnífica. Cuando se rompió el de tío Carlos, el técnico le dio el componente quemado a mi primo Eduardito y era fabuloso. ¡Hoy es mi día! ¡Voy a poseer esa joya tecnológica de la ciencia ficción!
Antonio debió haber interpretado mi pensamiento cuando me vio la cara, y otra vez a lo James Bond cuando descubre el plan del multimillonario y diabólico enemigo de turno me dice: - ¿Querés el capacitor quemado? – Anticipando la posible oposición de mi madre y en otra sorprendente interpretación de pensamiento la tranquiliza con un sereno: - No se preocupe señora, ya no sirve y no es nada con lo que se pueda lastimar-.
En un movimiento digno de un prestidigitador, soldador Vesubio C2 en mano derecha, pinza de punta en la izquierda, cambió en menos de un minuto el componente inútil por uno nuevo.
Mi decepción fue tan grande como la velocidad de recuperación de los colores del rostro de mi padre.
El famoso y rimbombante capacitor tenía el tamaño y la forma de una moneda de 25 centavos, recubierto de cerámica con dos terminales mutilados.
La sonrisa de mi viejo era por lo general inversamente proporcional al costo de algo, y estaba a punto de morderse las orejas. Mi vieja se quedó tildada viendo un programa cualquiera, obnubilada por la nitidez de imagen nunca antes vista en ese televisor. “Se ve que vino mal de fábrica. El que le puse es original Wells Garden” – Le explicó a la vieja a modo de cierre de una operación exitosa.
No recuerdo cuanto cobró Antonio por la reparación, pero del capacitor de la amplificadora de video original Wells Garden no me olvidé jamás.
Al día siguiente mi amigo Rubén me preguntó: -¿Che, qué le pasó a tu televisor? Nada – respondí – un falso contacto en no se que cosa del video, nada más, no le cambió nada.
Creo que años más tarde estudié electrónica no por legítima vocación, sino para recuperarme del tremendo golpe a la ilusión que me propinó ese tipo a los 7 años.
El noble Kelington de Luxe siguió funcionando sin achaques de importancia, hasta poco tiempo después de haberme recibido de técnico en telecomunicaciones, cuando en una fatídica noche de 1982 exhaló su última imagen. Había resistido ya cuarto reparaciones hechas por mi, incluyendo el segundo cambio del vital capacitor, que obviamente no era original como dijo Antonio, y mucho menos Wells Garden. Pero esta vez su inmenso e irreemplazable sintonizador fue el que dijo basta. Creo que no soportó el derroche de color a control remoto del Sanyo que un año antes usurpó su lugar, condenándolo a la tristeza de ser tan solo mi consentida mascota electrónica.

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