Llegué temprano al laburo.
Densa calma invade la oficina vacía a esta hora de la mañana en este día húmedo como pocos.
Un par de mails rezagados del día anterior, algún que otro papel que releer, varios temas pendientes.
Resulta más entretenido controlar de vez en cuando el agónico proceso de la ineficiente cafetera, que rezonga mientras exuda con lentitud desesperante gota por gota el café que con suerte tomaré dentro de una hora.
Las ocho y veinte, esta media hora se pasó como nada y se están por agotar los últimos minutos de paz.
De a una, irrumpen en el piso las caras de siempre, junto con los comentarios de siempre y fuera de horario, pero con puntualidad, también como siempre.
Creo que no hay peor demostración de barbarie que la consuetudinaria puntualidad para llegar tarde. Me resulta vulgarmente ofensivo que alguien llegue atrasado siempre a la misma hora.
–“¿Puedo usar este dispenser que el nuestro congela el agua y no sale?” – me pregunta uno de ellos, atacando por mi flanco derecho, con lenguaje de experto en temas de agua envasada, como si yo fuese el dueño del aparato que quiso el azar nunca falle y se localice en el sector donde me encuentro.
-“Dale – le respondo sin disimular la cara de fastidio que me provoca cualquier primera oración del día que no sea buen día– Hacé de cuenta que es de la empresa así no me tenés que pedir más permiso.¿Si?”
No muy lejos se desarrolla un debate de alta tecnología
-“Lo conectás acá. ¿Vés? En el USB de la PC.”
-“¡Ah! ¡Buenísimo! ¿Tardará mucho en cargar este MP3?”
- “No... más o menos. Se tiene que cargar un poco la batería”
-“Si... Pero mirá que éste es de un "shiga". Los de un "shiga" tardan...”
Mi madre! Si arrancamos así...
Está listo el café.
En realidad no, pero decreté que si.
Necesito escapar del bullicio mañanero de la horda, que se nutre de refuerzos en períodos regulares de 5 minutos.
Ejercicio de abstracción. Me lo recomendó un amigo para evitar que el fastidio cotidiano se transforme en un ataque de furia.
Me viene a la mente el recuerdo de una vieja propaganda donde el protagonista, taza de humeante brebaje en mano, observa por la ventana como el sol baña su jardín de dimensiones y características semejantes a un parque nacional, mientras bebe pequeños sorbos del café que promociona.
Camisa impecable, gemelos de oro y oligisto, corbata de seda perfecta.
Un dandi.
Deja de observar el paisaje para mirar ahora con sonrisa seductora a la morocha infartante que aparece en esa cocina súper equipada, súper reluciente y tan grande como toda mi casa, vestida solo con una camisa que, todo hace suponer, pertenece al elegante protagonista. Ella le devuelve la mirada con una carga extra de sensualidad, mientras se prepara una taza de café Arlistán.
El teléfono me sobresalta.
Observo con resignación mi taza. No humea y el café está como para sacar del coma a cualquiera.
Atiendo aún ebrio por el fantástico recuerdo de la propaganda y escucho la voz de una señorita que no logro identificar pero que me ataca salvajemente con frases angustiantes, casi desgarradoras.
La minita del comercial bebe su café tomando la taza con ambas manos, y en el momento que el irresistible galán se acerca para acariciar su lacio cabello, una colosal fuente de mármol blanco, onda Las Nereidas, llena de verdín y rebalsando agua estancada, se precipita sobre la sensual morocha, haciendo que un globo ocular, parte del cráneo y algo de masa encefálica caiga dentro de la taza del tipo, salpicando de café la impecable camisa, buena parte de la corbata y destrozando por completo la magnífica cocina.
Una catástrofe.
Las manchas de café instantáneo no la sacás de la pilcha con nada.
La frase del comercial resuena con eco en mi cabeza: “La mejor manera de comenzar tu día... Arlistán....”, mientras mi desconsolada interlocutora sigue relatando la dramática epopeya del Dr. Zivago, versión Justicialista.
Siete minutos de catarsis después, más tranquila y ya casi sin apnea del sollozo, le explico aunque las probabilidades de que entienda una sola palabra de lo que le diga están decididamente en mi contra, que el problema no es tan terrible, pero que lamentablemente es irreversible. Presidencia Roque Sáenz Peña queda en la provincia del Chaco y Plaza Huincul en Neuquén.
- “¡Gracias! ¡Sos un capo! ¡Le voy a avisar al cliente!”
Tal como lo esperaba, no entendió ni jota.
El día promete.
Lo intento otra vez pero de manera más osada. Me pierdo en los imaginarios confines de un mundo ideal para tratar de concentrarme en lo que tengo que hacer. Apelo al recurso extremo. Ya estoy re chapita.
Entro a un sofisticado restaurante en Bolungarvik, poblado de la península de Vestfirðir, en la costa noroeste de Islandia y a 473 Km. de Reykjavik. Excavado íntegramente en la roca volcánica de un acantilado situado a más de 50 metros sobre el nivel del mar, con vista hacia las costas de Groenlandia, solo se llega a él de helicóptero.
Mi mesa está ubicada al lado del colosal ventanal que separa mi insignificante humanidad de la gélida inmensidad del Atlántico Norte.
El mozo sirve con magistral destreza la especialidad de la casa, cangrejo buey del mar de Barens con una exquisita salsa de piña de Papúa, Nueva Guinea. El reluciente balde de plata con abundante frappé cuida de la temperatura del burbujeante Moët-Chandon Brut Imperial del ‘98. Magnun, claro.
Una escultural rubia nórdica de increíbles ojos azules camina contoneándose de manera sutil pero decididamente intencional en dirección a la mesa que el Metre señala, a menos de un metro de la mía.
Otro mozo me entrega un sofisticado teléfono satelital mientras me dice en voz baja y prácticamente al oído:
-“Teléfono, señor. Es de Buenos Aires”
Hipnotizado por la fantástica imagen, escucho a mi interlocutor del otro lado de la línea, que habla de manera natural e inconsciente a los gritos, sobre un listado actualizado de no se que cosa, que seguro no poseo porque no genero listados de ningún tipo. Y actualizado menos que menos.
Distraído por el llamado, un pequeño trozo del caparazón del delicioso cangrejo cae al piso en el mismo instante que la monumental rubia da otro de sus sensuales pasos encaramada a zapatos cuyos tacos delgadísimos miden cerca de 12 cm. El agudo extremo del taco de su zapato izquierdo acierta con desafortunada puntería sobre el fragmento de caparazón que accidentalmente cayo de mi plato.
Luego de dos impresionantes mortales hacia atrás y un tirabuzón invertido, cae de nuca sobre una fina sopera delicadamente tallada en cristal de roca de la mesa contigua, y después de un par de breves pero intensas convulsiones, muere asfixiada por aspirar las verduritas de la sopa, que aún hirviente, desfiguró además su hermoso rostro de Valquiria.
Tengo náuseas.
Odio la sopa de verduras.
Comienza a llover. Estoy condenado a la reclusión en este manicomio sin cartel durante el resto del día.
Vuelve a sonar el teléfono. No tengo coraje para cargar en mi conciencia otra víctima de mis imaginarios viajes lejos de aquí.
Hago un esfuerzo sobrehumano para dejar mi mente en blanco. Pero es inútil.
Mejor no atiendo.
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