Sentado en la cama junto a mi viejo, no me cansaba de mirar las enormes hojas color sepia de La Prensa con las primeras fotos que documentaban la llegada del hombre a la luna, mientras preguntaba y escuchaba con atención, las respuestas y análisis técnico-espacial-selenitas de mi héroe máximo. No estoy seguro si se debía a la curiosidad científica de un chico que estrenaba sus seis años o al tedio de ya cinco días de cama como resultado de unas paperas, que entre otras cosas, fue la responsable de arruinar mis primeras vacaciones de invierno y mi fiestita de cumpleaños.
Pero esas inmensas hojas de extraño color llenaron mi convalecencia entre las interminables horas que separaban a Los Tres Chiflados de Meteoro. Ya había abandonado la infructuosa y silenciosa investigación para encontrar una explicación de por qué no había transmisión por el canal diez, para qué existía el canal dos que se veía re mal y repetía la programación del canal siete, y porqué siempre Leoncio Llama interrumpía a Meteoro para pedir dadores de sangre de cualquier grupo o factor en la parte mas interesante del episodio, si el piloto enmascarado era su hermano mayor llamado Rex y le podía donar toda la sangre que quisiera.
Ahora a cuarenta años de distancia, sin el viejo, sin Meteoro, con colores y setenta y cinco canales las 24 hs., puedo ver que aquellas fotos color sepia "porque si", evitaron que me internara en cuestiones insalvables. ¿Que hubiera pasado con mi diminuta humanidad de seis años de antigüedad, testigo de la inundación del '68, expuesto a los peligros de la Plasticola que no era lavable y a la plastilina Alba que no se sabía si era tóxica y en invierno era imposible moldearla, si mi viejo no me hubiese traído esas páginas del diario en ese momento?
No hubiese podido ahogar la angustia por la muerte de Don José, el vecino carpintero y abuelo postizo que me hizo el caballito de madera mas lindo de la tierra, la ametralladora del sargento Saunders y la repisa con forma de casita alpina para mis autitos Match Box, al saber que contaba con un medio real para ir al cielo.
O tampoco hubiese tenido aquel temprano acto de heroísmo al no llorar cuando me corté con el vidrio del visor de mi casco espacial, improvisado como era popular en esa época con una lata de galletitas (Fui astronauta endorser de Tostaditas Canale), y comprobar que no resistió la lluvia de meteoritos arrojada por Rubén, mi vecino y amigo de la infancia. A rigor de verdad un único y minúsculo pedazo de ladrillo fue suficiente para que el vidrio visor de mi casco espacial se despedazara junto con mi inocente imaginación, protectora aura de invencibilidad hasta ese momento, que le confería a mi casco el campo electromagnético a prueba de meteoritos y de cualquier otra calamidad interestelar. En los sesenta el electromagnetismo era el más alto exponente de la tecnología de ficción científica pero nadie antes que yo había comprobado que el pequeño meteoro / cascote que encontró Rubén era más poderoso que el escudo electromagnético imaginario. Obviamente, luego del infortunado accidente que condenó a mi casco espacial a que nunca más tuviera vidrio, dejé de utilizar la fuerza electromagnética y adopté el campo de fuerza que tan buenos resultados le daba a Bird Man y que funcionaba mejor con el trozo de nylon que reemplazó al frágil visor.
Tal vez hubiera evitado si, el primer desencuentro amoroso de mi infancia y tal vez de mi vida. Susanita era algunos meses menor que yo, todo un abismo generacional cuando uno tiene seis años pero eso no impedía que estuviésemos perdidamente enamorados el uno del otro. Ella venía a casa a tomar la leche y yo hasta llegué a regalarle un juguete de mi hermana que con escasos 8 meses nunca sintió su falta. Pero ni Nelly, vecina quinceañera y principal responsable de propiciar el noviazgo, pudo evitar la separación esa trágica tarde en la que Susanita, por un descuido, rompió una hoja y en un exabrupto de infantil creatividad pintó con crayones otras dos de mi preciado tesoro, el primer día que vino a tomar la leche a casa luego del alta de las paperas.
Fue la primera y única vez que sentí odio en mi vida. Ni el colorido libro de cuentos infantiles que días después me quiso regalar con ayuda Mercedes, su mamá, a modo de compensación por los daños, logró menguar ese sentimiento para con ella. A partir de ese día ella también me odió. Y ninguno de los dos pudimos superar eso nunca. Creo que, al igual que el primer amor, el primer odio siempre es el más intenso.
No recuerdo donde fueron a parar ni en que momento, las pocas fotos que recuperé gracias al invencible ingenio de mi viejo, a su ayuda para cortarlas derechito como el me pedía y a las sugerencias que me dio para pegarlas en algunas hojas color verde agua que colocamos en una carpeta, que buscando pacientemente entre sus cosas él encontró y me dio.
Seguramente el tiempo se las llevó, como lo hizo con el caballito de madera y la ametralladora del sargento Saunders que me hizo Don José, el casco espacial remendado con nylon, mi querido viejo y mis seis años.
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