Mi primer día de trabajo en una de las más importantes empresas productoras de componentes electrónicos de São Paulo, fue como un cuento de hadas.
Me recibieron como a una celebridad. Todos saludándome efusivamente y tratando de demostrarme más allá de sus posibilidades, que la argentinidad estaba presente en la sociedad paulistana, evocando anécdotas, frases de políticos de dudosa trascendencia y personalidades del fútbol de todos los tiempos.
No permitieron que me ocupara de nada, me guiaron en una extenuante recorrida por toda la planta, me sirvieron café en todos y cada uno de los sectores que visité y hasta se ocuparon de acercarme a la mesa la bandeja de comida en el almuerzo, para evitarme la molestia de hacer la cola en el mostrador del inmenso comedor, que en solo dos turnos lograba saciar el apetito de más de novecientos comensales.
Al final de la jornada al menos unas quince personas se ofrecieron para llevarme con sus autos hasta el hotel donde me hospedaba disputándose el privilegio midiendo en abierta competencia, sus habilidades para hablar portuñol.
Hicieron que me sintiera muy cómodo. Me trataron como si me conocieran de toda la vida, a pesar del reciente arribo y de mis limitaciones en el manejo del idioma, que los obligaba a repetir un par de veces en modo silábico casi todo lo que me decían para que pudiera entenderlos, siendo que ellos en cambio, en ningún momento necesitaron que les repitiera o aclarara absolutamente nada.
El segundo día comenzó sin incidentes. Ya había programado en el hotel el servicio de taxi para el resto de la semana con recorrido y destino pautado como me recomendaron, para evitar cualquier inconveniente in itinere debido al impredecible y caótico comportamiento del tránsito en tan abrumadora metrópolis de accidentada geografía. Pero a diferencia del día anterior y salvo un par de excepciones, nadie notó mi presencia, por no decir que me ignoraron completamente.
Logré recordar el intrincado camino hasta la oficina que me habían asignado y en seguida me sumergí en el mar de temas que debía ordenar para poder estar operativo lo más rápido posible, porque en poco tiempo necesitaría ocuparme del alquiler de un departamento y los tediosos trámites de radicación, obligándome a desaparecer por varios días.
La mañana se me pasó volando y no me percaté que había pasado por alto el horario del primer turno, y si no me dirigía al comedor en breve, perdería también el segundo quedándome sin almuerzo además de compañia.
Luego de varios intentos y por puro azar encontré el camino hasta el comedor ya que nadie podía indicármelo correctamente porque mágica y repentinamente ninguna persona entendía una sola palabra de lo que yo decía, ni me reconocía por la visita del día anterior.
Llegué con lo justo, agitado y algo contrariado.
Me ubico al final de la fila para tomar una bandeja y comenzar a deslizarla por el mostrador donde diligentes señoras, colocaban con sorprendente y mecánica precisión la porción de comida en cada una de las concavidades estampadas en ella. Una de éstas señoras, desubicadamente rubia y con hundidos ojos azules, repitió tres o cuatro veces mientras llenaba uno de los cuencos con algo parecido a un guiso: “Polio…Polio… Polio”
Al final del recorrido, con la bandeja atiborrada de “Polio” y coronada con una inmensa e inestable montaña de arroz blanco, noto que no tenía cubiertos.
Peor aún, noto también que no recordaba como se pedían, y un moreno de ojos saltones que manipulaba una rara especie de caja registradora me increpaba a viva voz algo que a mi me sonaba de la siguiente manera: ¡Otchiketchy!, a lo que yo respondía: Eu-pre-ci-sso-cu-ber-tos. En cinco o seis oportunidades, con un comedor repleto de personas inmersas en un silencio expectante y sobrecogedor, se repitió la seguidilla. “¡Otchiketchy! Cu-ber-tos” “¡Otchiketchy! Cu-ber-tos” “¡Otchiketchy! Cu-ber-tos”
De repente el moreno me da la espalda y desaparece en las profundidades de la cocina.
Y ahí quedé yo, sosteniendo estoicamente la bandeja tratando de molestar al resto de los comensales lo menos posible pero con escaso éxito, atrapado entre la barrera con forma de baranda que delimitaba el corredor para el mostrador y la fila de gente que debía maniobrar y contorsionarse para no perder el equilibrio y poder pasar hacia las mesas sin que se les cayera nada. Una de las personas que solo tomó una fruta, deslizó disimuladamente frente a mi, un pequeño rectángulo de papel de color beige, y mientras me esquivaba para pasar susurró a mis espaldas: “Otchiketchy“.
Casi inmediatamente regresa el moreno y sin disimular su fastidio, deposita un huevo frito de tamaño descomunal sobre la montaña de arroz, que colapsa sepultando al “polio” y al resto de los manjares que atiborraban la bandeja. Rápidamente toma el rectángulo de papel de color beige que me dejara el buen samaritano, y dejó de prestarme atención forzadamente, mirando en dirección a la comprimida fila de personas que habian quedado como rehenes de tan extraña situación.
Apoyé como pude la bandeja sobre la extraña caja registradora, logrando entre los presentes expresiones de legítimo pánico por las precarias condiciones de equilibrio en que quedó la surrealista bandeja, y con las manos ya libres hice la mímica exagerada de alguien que corta comida con un par cubiertos imaginarios.
El moreno, duro como una estatua, mueve apenas su mano derecha y toma debajo del mostrador una bolsita con cubiertos que me entrega mientras que con voz muy baja pero firme silabea: “Ta-lhe-res”
Recojo la bandeja y cuando enfilo para las mesas, noto como más de 400 personas me miraban con estático silencio. Muchos de ellos con la boca entreabierta.
Me senté y comí ya sin ninguna gana, el contenido completo de la bandeja como muestra irrefutable de que había entendido que para comer necesitaba un Ticket, que al conjunto de cubiertos se lo conoce como talheres y que las bienvenidas duraban solo una jornada de trabajo.
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